Tradicionalmente la testosterona ha sido vinculada con la agresividad, pero ¿Es posible que también pueda producir un comportamiento prosocial?
Uno de los comportamientos tradicionalmente atribuidos al mundo animal a diferencia del humano es el de la agresividad como medio de subsistencia, ya sea con sus semejantes para conseguir y mantener un determinado estatus, como con sus presas.
En humanos, a pesar de que existen “rasgos” de agresividad en alguno de nuestros comportamientos diarios, como gritar al que realiza un adelantamiento indebido, estos no llegan a manifestarse como una amenaza para nuestros semejantes, todo ello gracias a la socialización, es decir, la interiorización de valores y códigos de conducta, que permiten la convivencia en sociedad.
La agresividad se ve fomentada en determinados momentos de escasez de recursos, o cuando se está ante un peligro inminente, igualmente el sitio donde se vive, por ejemplo en un barrio inseguro, puede acentuar esa agresividad interna como medio de sobrevivir ante un medio hostil, pero ¿De dónde “sale” nuestra agresividad?
Algunos teóricos señalan a reminiscencias de los tiempos de las cavernas, donde la línea que nos separaba del mundo animal era muy fina, y en donde se regían por los mismos comportamientos instintivos para alcanzar un estatus y mantener su territorialidad. Algunos autores distinguen precisamente entre agresividad, entendida como algo “útil” para el individuo, y la violencia, como una conducta destructiva sin ningún fin en sí misma, aunque sus manifestaciones en peleas o agresiones a otro puedan a veces llevar a confusión.
El origen de la agresividad es multifactorial, ya que se debe tanto a un componente genético, como social y educacional, facilitado por el consumo de determinadas sustancias estimulantes, así como por algunos estados mentales distorsionados, como en el caso de los maniacos-depresivos, paranoides o psicóticos.
En humanos, durante muchos años se ha atribuido a la testosterona, como la responsable de la presencia de la agresividad, lo que explicaría porqué en la juventud que tiene los niveles más elevados de testosterona se muestran los comportamientos más agresivos, aunque también se ha observado cómo la agresividad genera mayores niveles de testosterona, por lo que no está claro cuál es el desencadenate de los dos.
Los estudios inicialmente llevados a cabo en hombres castrados indicaban que su menor agresividad se debía precisamente a la ausencia de testosterona, pero la administración de distintos niveles de testoterona soluble no muestran un incremento de la agresividad, por lo que se considera que es un elemento necesario pero no suficiente.
Recordar que la testosterona, a pesar de ser una hormona presente principalmente en el hombre, no es exclusiva de él, ya que también la mujer la produce y se vé sometida a sus efectos.
Aunque existen grandes diferencias en cuanto a la expresión de la agresividad según el género, siendo más explosivo y directo en el hombre, llegándose a enfrentar “cuerpo a cuerpo”, mientras que en la mujer es más sutil y en ocasiones psicológico, produciendo el mismo o mayor efecto que el que se consigue con “los puños”.
Como se ha indicado hasta hace unos años, se consideraba que a mayores niveles de testosterona mayor conducta agresiva exhibida, para lo cual se medían los niveles de ésta hormona en centros penitenciarios o se administraba de forma soluble a voluntarios.
Actualmente se está poniendo en cuestión dichos resultados, observando cómo la presencia de testosterona ayuda a tener un mayor juicio de valor a la hora de tomar decisiones, pero también puede llevar a a un comportamiento prosocial, al menos así lo afirma un estudio de la Universidad Erasmus de Rotterdam (Países Bajos) publicado el 2014 en la revista científica Psychologial Science.
En el mismo se analizó el comportamiento de 54 mujeres a las cuales a la mitad se les administró testosterona diluida, mientras que al resto se le daba un placebo, observándola en dos tipos de tareas, una que implicaba competitividad y otra que no.
Los resultados informan que en aquellas tareas de tipo colaborativo, las mujeres que habían bebido testosterona estuvieron más dispuestas a colaborar que las que tomaron placebo, desmintiendo con ello el efecto negativo de la testosterona en todos los casos, como agente “incitador” de la agresividad.